Color

Inés

De pronto, el blanco. Como un bofetón, el blanco hizo que me detuviera. No, no fue el blanco, sino una mujer, una doncella. Se encontraba de pie en mitad de la calle, donde apenas quedaban encendidos un par de candiles; los suficientes como para que su luz se reflejara exageradamente en ella.  Sí, me había detenido por el blanco.
En ella, todo era blanco. Llevaba una capa blanca que cubría un vestido blanco. Poco a poco se llevó las manos, blancas como la nieve, a la capucha que cubría su cabeza, y la deslizó suavemente sobre esta, descubriendo un cabello blanco.  
Y después de hacerlo, desvió la vista y me miró fijamente. Y, enmarcadas por unas cejas blancas y unas pestañas blancas, me encontré mirando a unos ojos rojos como la sangre. Tenía la boca entreabierta, y de unos labios carnosos y pálidos, un poco de vaho emanaba de ellos. De pronto fui consciente del frío que hacía.
Mirarla era doloroso. No porque tuviera un aspecto… extraño. Me dio por pensar que dolía por la intensidad del color. Es decir, el blanco… bueno, al mirar al cielo negro, estrellado, uno no puede hacer más que divagar, relajarse. Es como mirar a la nada. Pero aquella concentración de blanco dolía a la vista, como si fuera un todo, como si todos los colores del mundo se hubiesen juntado en una sola persona, y la luz que reflejaba era la luz de la inmensidad.
Ninguno desviamos la mirada durante unos minutos. Yo no podía apartar la vista de aquellos ojos rojos, que conseguían aliviar la intensidad del color blanco en ella, pero a la vez me llenaban de inquietud, pues ¿quién, en la tierra, tiene los ojos de aquel color? Ella me miraba como sopesando algo, como… si calculara. Un escalofrío me recorrió la espalda. Ya no expiraba vaho.
Después, no pude recordar nada. Sólo aquellos ojos rojos, y todo el blanco. Puro, como un lienzo sin marcar, como el sudario que envolvió a Cristo. Aunque estaba débil y desorientado, sólo pude pensar que alguien envuelto de aquel color, de aquella amalgama de colores concentrados en uno, no podría hacerme daño alguno. ¿Pues no eran blancas las túnicas de los ángeles que representaban los grandes artistas? Pero luego recordé sus ojos. Rojos, como las llamas del infierno.

¿Acaso me había cruzado con un demonio disfrazado de ángel?