Jamie

Si dijera que sólo quería ser una chica normal, estaría mintiendo.

En realidad, nunca he sido una chica normal. 

Aunque, eso sí, tuve una infancia corriente. Nadie asesinó a mis padres a la salida de la ópera, y desde luego no caí en un meteorito envuelta en una capa roja con una S grabada. Era tímida, feúcha y demasiado repelente como para caer bien ni siquiera a los profesores. Simplemente, pasaba mis días sin pena ni gloria, viviendo una vida normal, como otros niños normales. Lo único que podría considerarse extravagante en mí fue que en el instituto, empecé a aficionarme por el manga, cómic japonés en otras palabras. Desde entonces mi dinámica consistió en pasearme por el colegio con una minifalda de tablas y una camiseta negra que pretendía ser gótica, sintiéndome moralmente superior a los demás sólo para consolar mi consciencia solitaria, ya sabéis: "no es que ellos me rechacen, es que soy demasiado guay como para ir con esa gente". Y es que no hice muchos amigos. Casi ninguno, en realidad.

No sacaba buenas notas, ni malas. Si no hubiese sido por mis aficiones, consideradas “extrañas” en aquel pequeño pueblo de Norteamérica, mi paso por la secundaria hubiese sido sin pena ni gloria, exactamente como lo fue mi paso por la primaria.
Supongo que, como todos los jóvenes a esa edad, no sabía qué quería hacer con mi vida. Un día me levantaba por la mañana y me ponía a dibujar como una loca, soñando con viajar a Japón y convertirme en dibujante. Luego, me volvía a acostar, disuadida por la cantidad de horas que trabajan los nipones, y su estresante estilo de vida, que desde luego no encajaba con mi personalidad amante de despertarse a medio día y desayunar a media tarde frente al ordenador viendo series de dibujos animados.
Y al día siguiente… al día siguiente veía Orgullo y Prejuicio. Y soñaba que Mr Darcy dejaba atrás a la tonta de Elizabeth y venía a estrecharme entre sus brazos. Y si no era Mr Darcy, era Rhett Butler, o el Vizconde de Valmont. O…

En fin, había un sinfín de posibilidades, y yo no tenía ningún reparo en barajarlas todas. Y todas en un ambiente de películas clásicas. Quería ser refinada y bella como las damas de la nobleza antigua, aunque tampoco quería renunciar a decir palabrotas o llevar ropa interior de hombre -como solía hacer a menudo.- Así que, simplemente, concluí que sería más feliz estudiando historia que construyendo una máquina del tiempo. Porque, admitámoslo: llevar corsé está muy bien, pero tener agua corriente es mejor todavía. Además, ser profesora de historia en un instituto era mucho más realista que raparme la cabeza e irme a Kunlun a meditar con los monjes. O raparme la cabeza a lo mohicano y salvar a una joven prostituta de trece años y conducir un taxi por la gran ciudad. Que no digo que no entrara en mis planes hacerlo, digo que era mucho más realista para un futuro cercano, o como proyecto laboral.

Sin embargo, no había acabado yo el instituto cuando mi madre cayó profundamente enferma. Esquizofrenia paranoide. Siempre la había padecido de forma leve, con pequeñas alucinaciones auditivas o episodios de paranoia pasajeros, pero sufrió una fuerte recaída por aquel entonces, y tras el tercer intento homicida contra mi persona decidí que lo mejor para mi integridad física y mi propia salud mental sería marcharme del pequeño pueblo donde había nacido y mudarme, yo sola, a un pueblo algo más grande a casi seiscientos quilómetros de distancia. Allí terminaría la secundaria y comenzaría la universidad. Pensé que tampoco encajaría, como había ido ocurriendo en cualquier lugar donde había intentado asentarme, pero contra todo pronóstico conseguí hacerme un pequeño hueco en un minúsculo estrato de la sociedad con la que simpatizaba.

Y ahí empieza mi historia: esperando a que abrieran la única tienda de cómics de aquel pueblucho de mierda, sin categoría si quiera para ser una copia barata de Smallville. Estábamos a veinticinco de Junio y hacía un calor de mil demonios. Sólo a los paletos de esta ciudad se les ocurriría hacer un centro comercial de “concepto abierto” en un pueblo en el que los niños fríen huevos en el capó de los coches la mitad del año, y la otra mitad, los nerds aprovechamos para hacer Hutts de nieve.

Los rayos mortíferos del Gran Astro incidían directamente sobre mi cabeza, provocando que mi cerebro asado comenzara a distorsionar la realidad y viera a la figura de cartón de Aquaman que decoraba el escaparate cada vez menos gay, y cada vez más apetecible sexualmente hablando. Empecé a sentirme como un puñetero pájaro atrapado dentro de una jaula de ironías. Jamás en la vida se me ocurriría entrar a una tienda donde el dueño no sólo veneraba a Aquaman, sino que además tenía una figura de metro sesenta de cartón duro decorando la entrada. Pero joder, ¿qué iba a hacer si no? Comprar cómics por Amazon no era tan emocionante como dar un paseo hasta la tienda, con la incógnita de no saber con qué inesperados encuentros podría toparme. Así que me tocaba claudicar, y soportar con un mínimo de dignidad la visión de ese Aquaman rubio de calzones verde esmeralda.

Cansada de esperar de pie, apoyé la espalda contra la barandilla de cristal del pasillo y me deslicé dejándome caer hasta que mi trasero dio contra el duro suelo. Durante el proceso, me miré en el reflejo del escaparate. Llevaba unos pantalones anchos pesqueros, de color negro, y mi camiseta favorita (la de Punisher), que colgaba alrededor de mi cuerpo como la lona de un circo. ¿Qué culpa tengo yo de que los aficionados a los cómics promedio de este país pesen veinte toneladas? Y, por supuesto, me es completamente imposible encontrar una camiseta de mi talla, y mucho menos de categoría femenina. El conjunto pantalón de chico y camiseta del circo ruso estaba rematado por una gorra al revés que cubría mi cabello, castaño claro y largo, que caía totalmente lacio por el calor sobre mi pecho. Cansada, desvié la vista hacia mis pies. Se me estaban cociendo dentro de las converse tan viejas que en un par de días empezarían a andar por sí solas. Resoplé. Inintencionadamente, parecía una jodida copia de Jay, el de Clerks. De hecho, un chaval de mi instituto solía llamarme así, y el mote se popularizó hacia mi grupo actual.
Es otra de las muchas ironías que me atrapaban en ese mundo, ya que me llamo Jamie. Y Jay suele ser diminutivo de James. Y Jamie es el femenino de James.

Pero como comentaba antes, no siempre había vestido así. De hecho, cuando era una niñata recién entrada en la secundaria, yo apenas leía cómic americano. Admito con vergüenza, ni siquiera me gustaba. Tenía una concepción completamente errónea de este género. Había visto las series de televisión de Spiderman, Batman y los X-Men cuando era niña, desde luego, y me encantaban. Incluso había visto repetidas veces las terribles películas del Batman de Tim Burton, y las clásicas de Superman, con la masculina barbilla de Christopher Reeve.
Pero no me gustaba el cómic americano. Lo veía… demasiado patriota, carente de argumento. Además, con tantas sagas y líneas temporales, veía muy difícil acceder a él.

Pero cuando por fin cayó por primera vez en mis manos el primer cómic fue… una revelación. ¿Irme a Japón? ¿Para qué, cuando puedo pasear por la ComiCon de San Diego enfundada en un traje de lycra muy ceñido? No lucharía contra los villanos, vale, pero podría luchar contra otro tipo de injusticias como... no lo sé, el estereotipo de que las mujeres no leen cómics.

Pero retomando el tema inicial de mi tesis. Ser diferente. Pues sí, lo soy. No tan diferente como creo que lo soy, o como creo que me gustaría, pero lo soy.
Y toda mi vida he tenido la sensación de que algo estaba por llegar. Algo malo, algo importante. Y, al mismo tiempo, siempre he querido que pasara… algo. Algo que hiciera que toda esta monotonía, esta vida gris de asfalto, se convirtiera en… no lo sé, la Tierra Media. Algo así. Por dios, soy la típica persona que pagaría por poder chupársela a Tyrion Lannister, aunque sólo fuera para poder observar la Fortaleza Roja desde Nido de Pulgas.

Que sí, que quería que pasaran cosas especiales, como todas esas películas en el que el protagonista es un tipo normal y corriente, y de pronto se ve inmerso en una vorágine de acontecimientos que parece que le van grande, y luego puede dar la cara. En plan Terminator, en plan Regreso al Futuro. Simplemente quería que pasara algo. Algo, por favor. Y sin embargo, lo único que pasaba era el tiempo. Y yo estaba ahí, sentada a las cuatro de la tarde en el centro comercial, prácticamente asada bajo los terribles rayos del Gran Astro.