Mark

Saltó con una sola resolución en mente. Saltó porque era él, y nadie más, quien siempre se hacía cargo de la situación. Saltó porque era su deber, y porque era lo que le ordenaba el corazón. Saltó hacia la luz blanca y cegado por esta, cerró los ojos.

Se sintió dar vueltas, muchas vueltas. El miedo se le enganchó a los intestinos cuando se sintió caer en caída libre, y abrió los ojos lo justo para ver acercarse a toda prisa la azotea de un edificio. Quiso gritar, pero el viento que silbaba en sus oídos se le metió por la boca y ahogó cualquier sonido. Cerró los ojos de nuevo. Si iba a morir horriblemente, prefería no verlo.

Despertó profiriendo un grito grave, con el cuerpo completamente empapado en sudor. El corazón le iba a mil por hora, con esa desagradable sensación de vértigo de haber caído en un sueño. Cuando pudo respirar hondo un par de veces y tranquilizarse, el chico se sobresaltó de nuevo en la cama, esta vez porque a su alrededor no se encontraba la habitación de un hospital, el lugar donde esperaba haber caído, o su propia habitación, en su casa, donde quería haberse despertado de aquel terrible sueño en el que se veía sumido desde hacía semanas. No, la estancia a su alrededor era completamente diferente.
Se encontraba tumbado en una especie de camastro excesivamente blando y decorado con multitud de pieles de distintos colores y texturas. Largas cortinas de seda caían alrededor de su cama, y al apartarlas no sin brusquedad pudo ver un fuego encendido en la pared que había frente a él. El suelo y las demás paredes eran de piedra, aunque estas estaban cubiertas por hermosos tapices de colores que representaban escenas de batalla épicas. El joven titubeó al ponerse en pie, y al notarse descalzo se estremeció prematuramente esperando pisar una superficie fría, pero se equivocó. Todo el ambiente era cálido, como si tuviera una atmósfera diferente a la real.

Frunciendo el ceño como era habitual en él, se aproximó silenciosamente a una ventana, estrecha y alta, acabada en forma de ojiva, y se asomó por ella, descubriendo para su estupefacción que el paisaje que se alzaba frente a él era una enorme extensión de campos de cultivo dorados que se mecían como enormes olas de trigo al son del viento. ¿Cómo era posible que hubiese acabado en una fortaleza medieval? No, no era una fortaleza medieval. Mark sacó más de la mitad del cuerpo por la ventana, guardando cuidadosamente el equilibrio para evitar caer por ella. No era una fortaleza común y corriente, pues flotaba en el vacío, sobre aquellos campos de cultivo. No cabía duda de dónde se encontraba, pero su mente no podía aceptarlo. Había visto a Dientes de Sable, había visto a Octopus, a Juggernault, pero aceptar algo como aquello era...
-Empezábamos a pensar que no te levantarías nunca –una voz femenina a su espalda sobresaltó a Mark, quien se volvió rápidamente.

A su espalda, con aire completamente tranquilo, esperaba una mujer muy alta y rubia. El cabello le caía el largos tirabuzones sobre el pecho, y más allá, hasta la cadera. Iba ataviada con un vestido largo de un material brillante, pero ninguno que Mark reconociera como humano, era casi inmaterial, y se movía tras ella como si ambos, vestido y portadora, flotasen. Era preciosa. La mujer sonrió al ver su desconcierto, y dos hoyuelos adorables se le formaron en las mejillas. Tenía los ojos de un verde brillante que le recordó a dos enormes y bellas esmeraldas.
-¿Estoy en Asgard? –Preguntó Mark, bruscamente. Ella asintió, mientras el muchacho tragaba saliva. No, no podía aceptarlo, era demasiado...
-Mi nombre es Saga. Había anunciado tu llegada para el día de hoy, Tyr. Los festejos te esperan en el gran salón.

Tyr. ¿Le había llamado Tyr? Mark se encontraba totalmente desconcertado, pero al escuchar aquel nombre sintió una sacudida en el pecho. Movió la cabeza, negando con ella. No estaba allí para eso. Tenía que concentrarse, tenía que buscar a Jay. Respiró profundamente, desviando la vista de la etérea Saga para fijarla en el suelo de piedra, que ahora, bajo la luz que entraba por la ventana, parecía brillar también. Cerró los ojos.
-Saga, ¿por qué estoy aquí? –Preguntó el militar, decidido a ir al grano.
-Thor ha podido luchar sin ti todo este tiempo, pero era hora de que regresaras y adoptaras tu avatar de Dios.
-No soy un dios. –Una sonrisa pugnó por dibujarse en la comisura de sus labios, con un tinte irónico y un poco incrédulo, pero la contuvo.
-Lo eres. Eres Tyr, el dios de la guerra, el estratega de Asgard. Thor ha podido tomar tu papel sabiendo que llegarías algún día. El día que yo había vaticinado.
-Ni siquiera soy de este mundo –Mark quiso apretar los puños para relajar la tensión de sus hombros, pero esbozó una mueca al sentir que la orden de su cerebro se interrumpía al llegar a la muñeca del brazo izquierdo, incapaz de seguir. Frunció el ceño, mirándose el muñón. Saga le miró también, y se aproximó a él.
-Cuando aceptes tu avatar nada volverá a faltarte en esta vida, nada volverá a hacerte daño –la mujer puso suavemente una mano sobre el muñón, mientras la otra le rodeaba el cuello. El militar cerró los ojos, reconfortado por el contacto cálido y el olor a incienso que desprendía la mujer.- Podrás comer las manzanas de Iounn y vivir para ver un nuevo Ragnarök.
-No soy un dios –repitió el chico, deshaciéndose del contacto de la diosa. Para su exasperación, ella sonrió.
-¿No lo eres? ¿Cuántas veces has sentido que eras más fuerte que los demás? –La mujer avanzó por la habitación, deslizando su vestido por el suelo de piedra- ¿Cuántas veces has sentido que mantenías la cabeza fría mientras todos a tu alrededor perdían el control?

Mark se volvió violentamente al escuchar los disparos de una ametralladora, pero después sacudió la cabeza. Por el rabillo del ojo, vio que Saga sonreía. El militar entrecerró los ojos, y por un instante fue como si aquel olor, el olor a arena caliente, a desierto, inundara la habitación. Profirió un gruñido e hizo a un lado a Saga, dispuesto a salir por la única puerta que había en la habitación. Asió con su única mano la fría aldaba de metal y tiró de ella, pero la puerta no se movió. Como acto reflejo alzó el brazo izquierdo con la intención de coger la aldaba con las dos manos, y contuvo sus ganas de gritar cuando sólo consiguió rozar el metal con la mano ausente. Se observó el muñón, frustrado, y de pronto le vino a la mente la imagen de su mano completamente destrozada tras la explosión.

Había sido una campaña dura, quince días en el desierto a penas sin agua ni comida. Estaban buscando el refugio de unos supuestos terroristas en mitad del desierto en un país de oriente medio. Los hombres estaban exhaustos y desmoralizados, a duras penas podían mantenerse despiertos después de varios días de lucha de guerrillas, asaltos por la noche, cada pocas horas, asediados por ráfagas de disparos. 
Los ataques eran rápidos, dejaban muchos heridos, demasiados, y más caídos de los que querían contar. Los terroristas salían de detrás de las rocas, de las dunas, les disparaban, les lanzaban granadas de fragmentación y después desaparecían tan deprisa como habían aparecido, sin dejar rastro, sin dejar a sus heridos o sus muertos, parecían desaparecer como espejismos en el desierto. Todo el equipo tenía los nervios de punta, y Mark se temía un motín. El comandante de la misión había caído la jornada anterior, y aún les faltaban dos días para llegar a la base, así que él tomó el mando.

El jeep brincaba sobre la arena, mientras Mark oteaba el horizonte con unos prismáticos. Temía que pronto hubiese otro ataque, se lo olía, como si algo hubiese cambiado en el aire, como si una fuerza superior se lo estuviese susurrando al oído. Se le erizó el corto vello de la nuca y algo se le agarró al estómago como una pinza al rojo vivo. Sin saber exactamente por qué, pero con la certeza de que estaba haciendo lo correcto, ordenó a sus hombres que cogieran las armas, que se cubrieran, y antes de que cualquiera de sus muchachos pudiera quitarle el seguro a las ametralladoras, los inconfundibles disparos de las AK47 del enemigo comenzaron a llenar el aire. Mark saltó del vehículo en marcha y se cubrió tras una enorme roca. Los disparos resonaban por doquier, y el chico trató de hacerse oír sobre las voces y los gritos. Las órdenes salían de su boca como si alguien hablara por él, y se parapetó a disparar tras la roca.

Tras el tercer fuego cruzado, Mark tuvo que apoyar la espalda en la roca para recargar la munición, mientras saltaban esquirlas y balas a su alrededor. Echó una mirada en derredor para localizar a los hombres que le quedaran. Había cinco disparando desde los jeeps, dos tirados en el suelo y otro a unos metros de él, disparando desde otra roca. Intercambiaron una mirada. El muchacho estaba aterrorizado. Le conocía, se había alistado al ejército financiar sus estudios; el pobre estaba estudiando medicina. Mark terminó de recargar su arma y miró al muchacho a los ojos, tratando de infundirle ánimo. Sin embargo, un destello en el cielo, sobre el chico, le heló la sangre. Era una granada.

Sin pensar un instante, salió de su escondite y corrió hacia ella. Los disparos silbaban en sus oídos mientras él deshacía la corta distancia que le separaba del joven, que le miraba completamente paralizado, como un conejo iluminado por los faros de un coche. Mark subió de un salto a la roca, e impulsado por la misma fuerza casi sobrenatural, saltó una segunda vez, cogió la granada con la mano izquierda y la lanzó lejos, como había hecho tantas veces en los partidos de Béisbol del colegio. La había lanzado al menos a cinco metros de distancia, pero aún no estaba cayendo cuando la granada estalló antes de tiempo. Mientras veía, como a cámara lenta, cómo se abría en mil pedazos, Mark sólo pudo cubrirse la cara con los brazos, exponiendo la mano izquierda en el proceso. El sonido de la detonación le ensordeció los oídos, al tiempo que sentía un dolor lacerante en la mano, y la sensación de que mil pequeñas agujas se clavaban en el resto de su cuerpo.

Mark despertó de su ensoñación cuando Saga le puso las manos en los hombros. Estaba más fría de lo que aparentaba.
-¿Qué pasó después? –murmuró con una voz que parecía arrullarle para el sueño. El militar tardó unos instantes en responder.
-Tardé un mes en despertar. El chico al que salvé me practicó los primeros auxilios y me llevaron a mí y al resto de heridos a la base en un trayecto de dos días, sin dormir. Tuve suerte de que ningún fragmento de metralla me perforara nada importante, pero los otros dos heridos no tuvieron tanta suerte y murieron en el camino. No pudieron salvarme la mano con la que lancé la granada.
-Has sido muy valiente.
-He sido un estúpido.

Aún sin quitar la mano derecha del asidero de metal, Mark apoyó la frente contra la madera de la puerta. Aún le entraban sudores fríos cuando rememoraba los sucesos de aquel día fatídico. Al regresar del frente, sus superiores le habían recomendado que acudiera a terapia, para evitar un Síndrome del Shock Postraumático, pero él no creía en la palabrería de aquellos matasanos, y prefería guardarse para él los recuerdos, almacenarlos en algún rincón de su mente, cerrados bajo llave.
-Saga –la mujer se situó junto a él, poniendo una mano en el marco de la puerta- ¿de verdad soy un dios?
-Tu sangre es noble. Tu espíritu es intrépido y tu naturaleza… -ella sonrió- eres la viva imagen de Tyr.

Tyr. Mark le recordaba vagamente de los libros de mitología del instituto. El dios de la guerra, que se enfrentó a Fenrir, hijo de Odín y Frigg…
-El Dios de Una Sola Mano –finalizó Saga.
-La que le faltaba a Tyr era la derecha –Una sonrisa amarga se apoderó del rostro del muchacho.
-La mano es un símbolo, Mark, el símbolo del sacrificio, el símbolo de la valentía, y tú… tú has demostrado poseer todas esas virtudes.

Finalmente, Mark no tuvo más que objetar. Se dejó arrastrar por Saga por los pasillos de Asgard hasta llegar hasta Thor, quien, solemne y orgulloso, blandió su bastón para poder extraer a Tyr de su atadura mortal, Mark. Y como premio a su valor, como parte de la celebración por haberle recuperado, Völundr, el forjador de Asgard, le confeccionó una mano de un material más valioso que la plata y más fuerte que el metal.
-…Y cuando terminaron las celebraciones vine a buscarte –concluyó Tyr, mientras extendía su mano reluciente y nueva para cubrirme hasta la cintura con las sábanas.
-¿En serio me estás diciendo que eres un Dios? –Pregunté, incrédula. Él asintió con aquella sonrisa indulgente que me sacaba de quicio- ¿Y has conocido a Thor?
-Sí, -esta vez, Mark sonrió sinceramente- es más serio de lo que creía, pero es un tipo genial. No tan guapo como en las películas, pero increíble.
-Ah, jo. Yo sólo he visto a Daredevil. –súbitamente consciente de que llevaba un rato sin apartar la vista de él, desvié mis ojos hacia mis manos, que retorcían un extremo de la sábana nerviosamente- ¿y ahora qué hacemos?
-Tenemos que encontrar a los demás. Y después, volveremos a nuestro mundo. A deshacernos de toda la escoria que lo está contaminando.