Scene 20 - Sexo

Yumi

Un jadeo apagado rompió el silencio de la habitación. La vela titilaba en el rincón, proyectando luces y sombras contra la pared, proyectando el negativo de un monstruo de cuatro brazos, dos cabezas, dos cuerpos que se retorcían y juntaban como si bailaran una danza macabra.
Dedos ágiles deshaciendo nudos, deslizando telas, mostrando hombros distraídos, piernas delgadas y pálidas que se deslizaban sobre el futon, apartándose; espaldas anchas, tatuajes, recuerdos verticales de batalla.

Otro gemido rompió el silencio, acompañado de una risa floja, una risita de nerviosismo, de intimidad. Unas manos grandes y fuertes le recorrieron la piel con una delicadeza impropia, internándose lentamente en los más oscuros recovecos, sin prisa, acariciándolos con la dedicación y cuidado de un artesano atento a su trabajo, pendiente de las reacciones que provocaba.

Ella alargó una mano para deslizar los dedos por el suave cabello de él. Con delicadeza desató el lazo que lo sujetaba y este se desparramó sobre su propio pecho, haciéndole cosquillas, enredándosele en sus pezones, rosados y en guardia. Él se inclinó hacia adelante para atrapar uno de aquellos pequeños nódulos y lo apretó entre los dientes, sintiendo cómo se estremecía entre sus brazos. Su carne tierna se agitó bajo él, mientras no dejaba de acariciarle entre las piernas con sus manos ásperas y fuertes.

La vela se consumía lentamente, arrojando sombras cada vez más tenues y alargadas, como si en aquella pequeña habitación estuviera atardeciendo por segunda vez para aquellos dos amantes. Pronto los jadeos y las risas se vieron sucedidos por gemidos alargados y tímidas palabras. La mayoría, palabras de amor.

Y cuando se acercaban al cénit, ella se incorporó para abrazarle. Rodeó la ancha espalda del samurái con sus brazos delicados y pálidos, y apoyó la cabeza contra su pecho, ocultando su rostro con su piel, ocultando las lágrimas que habían comenzado a caer. Porque sabía que cuando el placer llegaba al punto más alto, aquello estaba cercano a su fin. Aquel momento de intimidad, la pasión, sus caricias amorosas, sus ojos impregnados de sentimientos. Porque sabía que cuando él fuera a asearse, todo habría terminado, y volverían a ser dos samuráis regidos por el honor.

Porque sabía que cuando el placer culminaba, podía ser la última vez que compartieran sus emociones. Pero como un río que se desborda en la tormenta, el placer llegó y les colmó, y ella tuvo que ocultar sus lágrimas cuando le sintió deslizarse fuera de su interior, y sintió su cuerpo caliente y grande alejarse del suyo.
-Voy a lavarme –le susurró. Sin prometerle que regresaría después, pues sería una promesa que no podría cumplir. Y él siempre cumplía su palabra.


La vela se había consumido. Ya no proyectaba ninguna luz sobre las paredes. Había llegado la noche, y, con ella, el silencio. Ya no había más jadeos, gemidos, ni palabras de amor. Y, como cada vez que llegaba la noche a su vida, ella se durmió aferrándose al consuelo de que, quizá, al día siguiente habría otro atardecer.