Scene 20 - Tacones

Claudia

Como cada mañana, él se apostó junto a la ventana que daba al pasillo y con dedos temblorosos por la excitación, entreabrió los visillos y echó una ojeada rápida. Sabía que todavía no estaba allí. Lo sabía, porque antes de su aparición siempre había un sonido que la precedía, que anunciaba su llegada triunfal como tambores en el albor de una batalla. Sólo de pensarlo sintió que algo se agitaba en su pantalón. Se manoseó la bragueta, con la palma de la mano sudorosa.

De pronto, lo escuchó. Tac, tac, tac. Quitando las manos de su abultado miembro, se las restregó por la camiseta,  y abandonó su lugar junto a la ventana para correr hacia la puerta. Se dejó caer sobre la moqueta, ignorando las múltiples e inexplicables manchas que había en ella, y abrió la rendija metálica por donde pasaban el escaso correo que recibía. Pronto la vio llegar.

Enfundada en un vestido corto y negro, la muchacha, la recién llegada, la puta del edificio, recorrió el pasillo acompañada por aquel sonido característico. Tac, tac, tac. El hombre se levantó sobre sus rodillas y trató de cambiar el ángulo de visión. Por fin los vio, unas sandalias de tiras de cuero negras con un tacón de aguja. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo oscuro. La presión sobre su pantalón aumentó, mientras él comenzaba a jadear.

Eran nuevos, lo sabía porque un día había conseguido pasar a su habitación a través de un hueco en el conducto de ventilación. Por la noche, cuando el moro ese que la visitaba por las noches, y ella, habían salido. Con el corazón latiéndole a mil por hora, había encontrado el lugar donde guardaba sus zapatos, y había pasado al menos una hora oliéndolos y acariciándolos. Incluso se atrevió a robar uno que había al fondo del armario. Era rosa, también de tacón de aguja. Lo había manoseado tanto que el color se había apagado.

Vio las piernas de la chica pasar frente a él, ocultándole momentáneamente la vista de sus pies, y luego escuchó cómo abría la puerta de su habitación. Sus jadeos pronto se apagaron e, insatisfecho, corrió hacia la pared que conectaba con la habitación de ella, escuchando como tañidos lejanos aquellos perfectos tacones envolviendo aquellos perfectos pies. Al poco, comenzó a escuchar una segunda voz, no la de su amigo moro, sino otra. Escuchó aquella voz pero no pudo apartarse de la pared, necesitaba escuchar aquel sonido. Se sacó el miembro y empezó a agitarlo rápidamente, conforme las voces se elevaban y el movimiento se hacía mayor. De pronto los gritos dieron paso a los golpes, y después a algo que sonaba como bombillas reventando. Su pared se agujereó, y antes de que pudiera cubrirse, una bala perdida le atravesó la cabeza.


A la mañana siguiente, la policía le encontró en su habitación, tumbado en el suelo con los pantalones por los tobillos y el pene en la mano. Casi no pudieron cerrar la bolsa para cadáveres.