San Sebastián 09-14

05/09/2014

Nuestra amiga Bego había ido, como todos los veranos, a pasar un tiempo con su madre y su bebé a Ataun, su pueblo, cercano a San Sebastián; así pues, como Serenity tenía que ir al encuentro de su mujer y su hijo en coche nos ofreció acompañarle y aprovechar el viaje para visitar la ciudad. Nos quedaríamos a dormir en el caserío de Bego, y nos llevarían de montañismo. Y More y yo, que habíamos estado todo el verano más aburridos que el copón, aceptamos de inmediato.

Fueron seis divertidas horas en coche que se pasaron volando, y al llegar al caserío de Bego nos esperaba una suculenta comida, y después, una visita exprés a la ciudad. El viaje fue a la misma, cuanto menos, divertido: éramos cinco personas y el bebé encerrados en un coche en un puerto de montaña, momento durante el cual Serenity Jr decidió que era buen momento para coger una de las típicas pataletas infantiles destrozatímpanos. Vicente, en el asiento del maletero, se mareaba, y yo que no soy precisamente una aventurera, empezaba a agobiarme con tanta curva y tanto llanto. Probamos a cantarle cualquier cosa para que se calmara, y curiosamente sólo funcionó la canción de Frozen "Suéltalo", que inmediatamente fue corrompida por los hombres del coche, pues decían que parecía que quien cantaba era una persona estreñida. Claro, mientras yo cantaba (era la única que se la sabía), me iban viniendo imágenes y me iba riendo, y Unai lloraba, y Vicente se mareaba. En fin, que finalmente llegamos.

San Sebastián es preciosa en el sentido de que rebosa modernismo por los cuatro costados. Donde vivo prácticamente sólo hay una calle con edificios de este estilo, pero aquí están por doquier ¡no sabía a dónde mirar!


La catedral del Buen Pastor al final de la calle...

En oposición directa a la Basílica de Santa María (en serio, yo estaba en medio y sólo tuve que girarme para hacer una foto y otra).

Casas modernistas de cara a la playa de la Concha, la zona más pija de todo Euskadi, al parecer. Una cosa curiosa es que se dice que la ciudad donde vivo está construida de espaldas a la playa, todo lo contrario de lo que parece suceder en San Sebastián, pues todas las fincas parecen constituir un mirador estupendo al mar.

La famosa barandilla.

Y sus cristalinas aguas que invitaban al baño.

El ayuntamiento, más pequeño de lo que parece en las fotos, pero aun así precioso.

El Monte Urgull, que se veía perfectamente desde todo el paseo marítimo.

La playa, al ladito de todas las fincas (eso en concreto es un hotel carísimo).



Dato curioso: al parecer esos palos para poner toldos se compran y son como hereditarios, o se pueden vender. Pero vaya, que son propiedad privada. Y yo que si tengo suerte aún encuentro una sombrilla oxidada en el armario...

Casas preciosas y carísimas que están justo delante de la playa. Quién tuviera el parné para vivir allí...

El palacio de Miramar, con esa arquitectura tan típica del norte que me recuerda tanto a la arquitectura estilo Tudor. Seguro que tiene algo que ver, debería investigarlo.


Las vistas desde el palacio.

Y después, como el peque tenía que acostarse, regresamos en otro estresante viaje en coche con un Serenity Jr berreoso y la mitad de los pasajeros mareados.
Mientras lo acostaban, aproveché para hacer fotos en los alrededores del caserío. ¡Es precioso! Menuda maravilla de paraje natural, tan calmo, tan... natural.






El caserío, que era enorme también.

06/09
A la mañana siguiente nos despertamos tempranito para emprender una ruta de senderismo por el monte. Se supone que era una ruta de peregrinaje con varias ermitas, pero como no pudimos encontrar el principio sólo vimos esta, que era la del final. Así que hicimos la ruta al revés: primero de bajada y luego de subida. Craso error. A la vuelta yo sólo quería echar los pulmones por la boca y dejarlos atrás para que dejaran de echar fuego.

Eso sí, el paisaje era precioso.



Y había un montón de casitas de piedra por el camino. Eran como mini casas de brujas de Hansel y Gretel. Me encantaban.




¡Vaquitas!


Después de casi morir, hicimos un picnic para comer y luego nos dirigimos hacia la playa de Hondarribia, donde había un precioso faro. Allí nos bañamos en el agua más gélida que he tenido la suerte de catar, y aprovechamos para quitarnos todo el sudor de la mañana (aunque de eso no hay fotos).


Después la madre de Bego nos dejó su coche para que al menos Serenity, More y yo pudiésemos terminar de ver la ciudad, pues al día siguiente nos íbamos y por la mañana había programada otra caminata. Esto es lo que se veía desde un mirador que había junto a su casa.

El edificio de correos.

Otra vez la catedral neogótica del Buen Pastor.


Con sus preciosas vidrieras.

El puente de María Cristina, impresionante. Y da miedo pensar que las olas del mar llegaban a romper hasta aquí.



La basílica de Santa María, a la que no pudimos entrar porque estaba llena de gente que celebraba una boda. Pero no pasa nada, llevábamos el turbo puesto porque había que verlo todo en un tiempo récord. Por fortuna todo lo interesante estaba en la parte vieja y relativamente cerca.

La montaña, tal cual, al final de la calle. Yo es que lo flipo con las ciudades montañosas.


La iglesia de San Vicente.

La plaza de la Constitución, llena de bares abiertos con unas tapas que tenían una pinta estupenda. Lástima haber ido con prisa, mecachis.


Edificios modernistas.



El funicular, que estaba cerrado porque había un festival de música. Pero la estación era preciosa.


El peine de los vientos.

07/09
A la mañana siguiente yo no podía con mi alma y encima me había venido el periodo, así que no estaba en las mejores condiciones para emprender otro camino por la montaña. Afortunadamente, mis amigos se apiadaron de mí y me dejaron quedarme en el caserío mientras ellos se iban. Yo aproveché para hacer las últimas fotos, aunque la mayoría nos las voy a poner porque son del interior de la casa y no me parece adecuado.
Sin embargo, ¡mirad qué hermosas vistas tenía desde el balconcito de mi dormitorio!

Envidiables. Tanta paz y tranquilidad...

Después, comimos fugazmente y Vicente, More y yo salimos de vuelta a nuestra ciudad, en un viaje que se me hizo aún más corto si cabe (quizá por la siesta que me eché).

La verdad es que han sido unas vacaciones de cinco estrellas. La familia de Bego fue increíblemente amable, nos hacía unas comidas deliciosas (aún se me hace la boca agua al acordarme del queso iriazábal con membrillo de manzana casero. Argh, rabia de no haberme comprado un poco) y se desvivían en atenciones con nosotros. Se comportaban como si fuésemos de su familia, y eso, estés donde estés, siempre se agradece.