Scene20 Silencio

Inés

La garganta de Inés latía débilmente. Con la cabeza apoyada sobre la mesa, y el resto del cuerpo vagamente sentado en una silla, le sobrevenían ráfagas de temblores de un frío tan profundo que le castañeaban los dientes. Abrió los ojos y vio a su padre tirado en el suelo, un poco más allá. No le costó reconocer que no sentía ninguna pena por él, ni su corazón se vio apesadumbrado por la pérdida de su padre. No le había querido, así como él no le había querido a ella.

Una lágrima temblorosa le resbaló por la mejilla, mientras cerraba de nuevo los ojos. Iba a morir sin haber conocido la sensación de ser amada por nadie. Trece años de una existencia miserable, la existencia más miserable sobre la faz de la tierra.

El bullicio de la fiesta a su alrededor comenzó a quedar amortiguado en sus oídos, como si tuviera la cabeza metida dentro del agua. Se moría, y frente a sus ojos ciegos comenzaba a surgir, como en una tormenta silenciosa, el color blanco. Ese color que odiaba, pues estaba presente en todo su cuerpo, había surgido tras sus párpados y parecía que la envolvía en un sudario, metiéndosele por la boca, entreabierta, que aún exhalaba débiles suspiros, y por los oídos, acallando cualquier otro sonido.
Y de esta manera, zambullida en aquel blanco mortal, dejó de ser consciente de su propio cuerpo, de su sangre caliente resbalando por su cuello, de la dura mesa bajo ella, de la fiesta a su alrededor que se congratulaba por su muerte, que literalmente se alimentaba de ella.

Y así comenzó a caer sin freno hacia una serenidad que jamás había conocido antes. Hacia una calma que comenzó a anhelar sin conocerla. Si aquello era morir, pensó, ahora se arrepentía de todos aquellos días de tristeza y soledad, esperando por una vida mejor. Se arrepentía de toda aquella noche, aferrándose con terror a una vida ingrata. Al fin y al cabo, era como sentirse inducida a un sueño reparador que le prometía alivio y descanso, silencio y calma.

Por primera vez en su vida, se sintió feliz, sin atisbo de miedo o soledad. Se zambulló de lleno en aquel silencio frío y cuando por fin pudo rozar la paz con los dedos, sintió algo caliente y amargo en la boca, y algo dentro de ella, algo más primitivo que su consciencia cansada, se aferró a aquel elixir que le renovaba las fuerzas.


Antes de que se diera cuenta tuvo que luchar contra una rabia nueva nacida de su interior, y de su boca chorreando la sangre de un desconocido, surgió un rugido que arrancó de golpe cualquier silencio apacible que hubiera embargado su alma. Y antes de abrir los ojos, sabiendo que, de alguna manera, le habían devuelto la vida, supo que desde entonces tendría que luchar todos los días para encontrar de nuevo aquella calma, aquel silencio del alma, sin encontrarlo jamás.