Hoydt

Si hubiese podido elegir la forma de morir –pensó Hoydt mientras se sentía caer como un peso muerto en el vacío- probablemente no habría sido así…

El hombre sintió que, irremediablemente, se le llenaban los ojos de lágrimas. Y aunque el dolor que le producía el hombro dislocado era suficiente como para llorar por él, en realidad las lágrimas iban dirigidas hacia Jane. Jane, su esposa, la futura madre de su bebé nonato. La mujer de su vida.
Sintió que las lágrimas comenzaban a caer más deprisa al recordar el día que la conoció, en la universidad. Se había sentido inmediatamente atraído por sus brillantes ojos azules y su carácter indómito. Su sonrisa amplia, su rostro dulce. Jane. ¿Cómo sería su bebé? ¿Heredaría el cabello rubio de su madre? ¿Tendría los ojos oscuros de Hoydt?

“Pero no hagas tonterías, que vas a ser papá…”

Lo siento, Jane. Parece que al final siempre acabo haciendo tonterías.
Y así, sintiéndose caer en una especie de piscina rellena de algún tipo de material denso, Hoydt perdió el conocimiento, con la mente completamente atestada de imágenes y recuerdos. Soñó, así, con la vida que había llevado. Inconsciente, el dolor de sus heridas se mezclaba con sus recuerdos para crearle unas terribles pesadillas. Soñó con los villanos del geriátrico de Calibán, soñó que le hacían daño a Jane, y a su bebé. Pensó que si hubiese sido un poco más fuerte, quizá Mística no le habría capturado, quizá podría haber huido para encontrarse con su mujer en casa de su suegra, y ambos podrían haber empezado una vida juntos. Esperó la muerte, que estaría al llegar, cuando tocara el suelo que detuviera aquella tremenda caída.

Ah, ahí está. La luz. Y es increíblemente molesta. Sintió que alguien le abría un párpado con los dedos y le enfocaba directamente con aquella luz que, de ser angelical, debía ser del ángel más cabreado de toda la Biblia. Parpadeó, mientras la luz se alejaba de su cara para dar paso al rostro de una mujer de rasgos asiáticos.
-Sus pupilas reaccionan –dijo, dirigiendo inmediatamente la vista hacia una carpeta con papeles que llevaba en el regazo. Apagó la linternita con la que le había alumbrado y se la metió en el bolsillo de la bata.

Aturdido, Hoydt miró a su alrededor. Estaba en la sala de un hospital. La sala de urgencias, se dijo, mientras observaba que lo único que delimitaba el espacio de su camilla eran un par de cortinas blancas corridas. Frente a él, a los pies de su cama, veía pasar enfermeros y médicos apresuradamente, y a sus oídos por fin llegaban las típicas conversaciones aceleradas y los llantos de los enfermos accidentados. Una máquina de pulsaciones sonaba a intervalos regulares a su izquierda.
La doctora había sacado una radiografía de dentro de la carpeta y la observaba alejándola mucho de su rostro, mirándola a trasluz.
-Doctora Wu, está despierto –informó una voz femenina que sobresaltó a Hoydt.
-¿Despierto? –Preguntó la doctora, mirándole de reojo. Echó un último vistazo a la radiografía y la guardó- No hay signo de conmoción, encárgate tú, Jane.
-¿Jane? –Murmuró Hoydt, pensando, aturdido, que quizá se refería a su mujer. Quizá había tenido un accidente y estaba en el hospital, y su mujer estaba con él, esperando a que despertara, para llevarle a casa.

De esta forma, casi se sintió enfadado, incluso estafado cuando la que apareció en su radio de visión no fue su Jane, sino otra mujer, una chica joven, quizá de unos treinta años, de cabello castaño y ojos dulces. Iba vestida con un uniforme de enfermera blanco, y llevaba, como la doctora, una carpeta en la mano, sólo que parecía que esta contenía un montón de fichas rellenables, en blanco.
-Hoydt, ¿puedes oírme? ¿Cómo te encuentras? –Le preguntó suavemente, sentándose en un taburete junto a su camilla.

Hoydt tragó saliva, repentinamente consciente del dolor intenso que sufría en todo el cuerpo, como si le hubieran dado la peor paliza de su vida. Un desagradable hormigueo le trepaba por el brazo dislocado, firmemente sujeto por un cabestrillo, hasta la cabeza.
-Mal –respondió sinceramente. La enfermera sonrió.
-Bueno, entra dentro de lo normal. Ahora tengo que hacerte algunas preguntas antes de que los médicos puedan seguir haciéndote pruebas, ¿de acuerdo? ¿Te parece bien?

El hombre, aún aturdido, asintió.
-¿Eres Hoydt O’Malley?
-Sí, ¿cómo…?
-Llevabas la cartera en el bolsillo del pantalón –respondió ella, anticipándose a su pregunta- Hoydt, natural de…
-Enfermera, -le interrumpió él- ¿dónde estoy?

Alarmada, la enfermera echó una mirada de preocupación hacia la doctora Wu, pero en aquel momento la susodicha se encontraba charlando con otro médico en el pasillo entre las camillas.
Al ver que Hoydt aún esperaba una respuesta, se volvió hacia él, dulcificando el tono, como si hablara con un niño.
-Estás en el Hospital General de Nueva York.

Nueva… ¿¡Nueva York!? Hoydt se incorporó rápidamente, al tiempo que abría la boca para soltar una fuerte exclamación de sorpresa, pero se atragantó con su propia saliva fruto de la excitación, y su movimiento abrupto acabó en una inclinación sobre sí mismo, tosiendo y resollando patéticamente. Mientras la enferma le palmeaba la espalda, la mente de Hoydt trabajaba a tanta velocidad que se mareó. Estaba en Nueva York, eso… ¿eso significaba que lo habían conseguido? ¿Estaban en el Nueva York de los Vengadores? ¿En el Manhattan que sobrevuela Peter Parker enfundado en sus mallas de Spiderman? Excitado y recompuesto del ataque de tos, echó las sábanas a un lado y descolgó las piernas por el borde de la camilla. Un doloroso tirón en la mano le recordó que aún estaba enganchado a una vía.
-¿Qué está haciendo? –Exclamó la enfermera, acudiendo rápidamente a su lado.
-¿Puede quitármelo? –Preguntó el hombre, quitándose a su vez el medidor de pulsaciones del dedo gordo, nervioso como un niño en una pastelería. –tengo que irme.
-No, no puede marcharse, tengo que… los papeles del alta, su brazo –replicó ella, colocándose frente a él.
-No, no lo entiende, señorita… -Hoydt buscó con la mirada la chapa identificativa de la mujer, para saber su apellido. Suponía que las debía llevar todo el personal sanitario, pero, al parecer, ella no, así que durante unos incómodos segundos se descubrió mirando directamente a sus senos.
-Foster –respondió ella, cruzándose de brazos.
-Señorita Foster –repitió Hoydt- por favor, tiene que dejarme marchar. Estoy bien, ustedes dijeron que las pruebas estaban bien, ¿no es cierto?
-¿Y la factura del hospital? –Preguntó la enfermera a bocajarro.

El chico se quedó boquiabierto. Claro, en aquel mundo él no tendría seguro médico. Derrotado, se dejó caer sobre la cama.
-¿Tiene quizá, alguna tarjeta de crédito? –Preguntó ella, adivinando la situación. Lentamente, sacó una serie de hojas con pinta de facturas de dentro de su carpeta, y se las tendió a Hoydt. Éste les dio una hojeada antes de firmarlas. Eran el acta voluntaria y la factura del hospital, que ascendía a una cifra que no se atrevió a leer.

Mientras firmaba, la enfermera había recuperado la cartera del paciente, de la ropa que había sobre la única silla del cubículo y se la dio. Hoydt echó un breve vistazo y sacó una de las tarjetas de crédito. La enfermera desapareció entre el gentío, y el chico aprovechó para ponerse en pie.

Con cierta ansiedad, se quitó la vía lentamente. Estaba acostumbrado a abrir en canal a los animales y pincharles, y abrirles vías, pero odiaba y le asqueaba profundamente el cuerpo humano, incluido el suyo propio, así que tuvo que tragar saliva varias veces antes de poder sacársela del todo. Especialmente porque tenía que trabajar con la mano del brazo en cabestrillo. Se quitó la bata de hospital, tratando de ignorar el hecho de que estaba en un cubículo cerrado sólo por tres paredes, y se vistió rápidamente. Quería marcharse de allí lo antes posible. Dios, ¿estaba realmente en el universo de Marvel? Sentía un hormigueo de excitación recorriéndole todo el cuerpo, hasta las puntas de los dedos. Casi se había olvidado del dolor.
-Hoydt –la enfermera se había acercado al cubículo sin que él lo hubiese advertido- lo siento pero la tarjeta no funciona. Deberá acercarse usted al mostrador para pagar.

Una culebra de nervios coleteó en el estómago del veterinario. Claro, ¿cómo iban a funcionar sus tarjetas de crédito, si él no existía en aquel mundo? ¿Y ahora qué? –Me pondrán a fregar material médico hasta que haya cubierto mis gastos- dijo una cómica voz en su mente. Muy gracioso. Disimulando, se puso en pie y miró a la enfermera a la cara. Se llamaba Jane, y aunque físicamente no se parecía en nada a su mujer, en sus ojos vio la misma resolución y fiereza que tantas veces veía en los de su Jane.
-Le acompañaré –dijo ella, al ver que el hombre no se decidía a actuar.

Hoydt, sin saber qué hacer, comenzó a seguirla por el hospital, esquivando camillas y enfermeros apresurados. A los pocos pasos, avanzó hasta ponerse a su lado.
-Señorita… -trató de recordar su apellido, pero no lo consiguió.
-Foster –repitió ella, mirando siempre al frente.
-Señorita Foster –dijo Hoydt, dispuesto a tantear la situación en caso de impago de factura de hospital- ¿qué pasaría si…?

Un momento.

Foster. Jane Foster. El hombre se detuvo en seco. ¿Se llamaba Jane Foster? Se apellidaba Foster, pero no estaba seguro de que su nombre fuera Jane. Así la había llamado la doctora asiática que le había despertado, pero quizá… él acababa de despertarse, quizá había oído mal. Ella se detuvo a los pocos pasos, al ver que no la seguía. Le miró con expresión interrogante, como instándole a avanzar.
-¿Jane Foster? –Repitió en voz baja.
-Sí, -asintió ella, luego frunció el ceño- ¿nos conocemos?

Hoydt sintió que le flaqueaban las piernas. Nunca había conocido a ningún famoso, así que no sabía qué decir. ¿Le decía que sabía todo sobre su vida? ¿Se hacía el interesante? Dios mío, tenía delante a Jane Foster, la enfermera de… dios mío, Thor.
-Está…. –tragó saliva, pues parecía que la lengua se le había vuelto de estropajo- ¿está el doctor Donald Blake?

Ella abrió la boca unos instantes, la volvió a cerrar, convirtiendo sus labios en una línea, y luego respondió.
-El doctor Donald Blake hace años que no trabaja en este hospital.

Ahora sí, a Hoydt le fallaron las piernas y trastabilló, dando un paso hacia adelante.
-Señor O’Malley, tiene que seguirme, por favor –ante la mención al alter ego de Thor, parecía que la señorita Jane Foster había perdido toda la amabilidad.

Comenzó a caminar de nuevo, sin esperar a que el paciente la siguiera. Él corrió unos pasos, y la detuvo poniéndole la mano en el brazo.
-Jane, tenemos que hablar –murmuró, mirándola a los ojos- en algún sitio privado.

Ella pareció sorprendida. Sorprendida e increíblemente incómoda. Miró rápidamente a la mano de él en su brazo, y luego retrocedió unos pasos. Miró a su alrededor, quizá buscando a algún guardia de seguridad, y después titubeó.
-¿De qué tenemos que hablar?
-De Thor.
...

Poco después, Hoydt se encontraba saliendo del hospital. Si tuviera que relatarle a alguien cómo había conseguido convencer a Jane Foster de que necesitaba la ayuda de Thor, a quien conocía a través de los cómics, así como a ella misma, no sabría qué decirle. La enfermera se había mostrado muy incrédula al principio, y después muy enfadada. No entendía cómo un desconocido podía saber tanto de su vida. El  chico resopló, mientras buscaba un taxi libre en la Gran Manzana; perfectamente podía haber pensado que era un tarado de esos que les hacen fotos a las mujeres por la calle. Un  acosador. Un pervertido.

Sin embargo, había conseguido convencerla, no sin muchas preguntas por su parte, hasta que finalmente le pudo contar la situación en su pueblo. Le dijo que necesitaba la ayuda de los Vengadores, de los Cuatro Fantásticos, de Héroes de Alquiler, de cualquiera que pudiera enfrentarse a los malos. Y después de hablar ininterrumpidamente durante varias horas, la mujer accedió a hacerse cargo de la factura del hospital, a cambio de que si encontraba a Thor, le hiciera saber que quería verle.

“Si encuentro a Thor, creo que lo último de lo que me voy a acordar es de hablarle de Jane Foster, pero lo intentaré con todas mis fuerzas”, pensaba Hoydt, mientras entraba en el interior del único taxi de la ciudad que parecía haberle visto entre el tráfico.
-Hola, amigo –dijo el taxista, un hombre afroamericano- ¿dónde te llevo?

Hoydt titubeó. Jane le dijo que sería casi imposible que le dejaran pasar por las buenas a la torre de los Vengadores, tenían altas medidas de seguridad. Sobre los Cuatro Fantásticos, no sabía dónde vivían. Y desde luego no tenía la dirección de la casa de Tía May. Sin embargo, cuando vio un periódico abierto junto a él en el asiento trasero del vehículo, sonrió. Entonces supo exactamente a dónde debía dirigirse.
-A la estación de autobuses, por favor.
-¿A cuál?
-Al que tenga viajes al condado de Westchester.

Hoydt cogió el periódico y, con la mano sana, trató de abrirlo ante su rostro para continuar leyendo.


“El Congreso vuelve a poner a votación el acta de Registro de Mutantes: “Es una medida anticonstitucional” Expresa Hank McCoy, mutante y autoridad mundial en bioquímica y genética.”