Judith

Judith tiene la apariencia de una bella muchacha de 17 años, con el cabello rubio y largo, los ojos azules y la piel pálida como la luna llena. Sus labios carnosos, rojos como una manzana madura, son la promesa de un suspiro de amor y una caricia lujuriosa. 

No era de extrañar, pues, que en vida hubiese sido personalmente elegida por el Luis vii de Francia, de la Dinastía Capeta, para hacer compañía a su segunda mujer, Constanza de Castilla. Tanto el rey como su consorte quedaron prendados de inmediato del encanto de esta muchacha, no sólo por su ingenua belleza, sino por su habilidad maravillosa para crear y narrar historias de todo tipo.

Los trovadores de la corte podrían cantar que quizá el único defecto de Judith fuera su delicada salud. De niña contrajo tuberculosis y aunque milagrosamente sanó, sus pulmones quedaron afectados para siempre. Quizá la permanente presencia de la muerte era lo que la llevaba a crear todo tipo de relatos cruentos que aterraban y emocionaban por igual a la reina Constanza.


“¿Sabéis lo que ha llegado a mis oídos esta mañana en las cocinas, mi señora? Dicen que por las calles ronda un hombre de aspecto estremecedor que siempre lleva colgado a la espalda un enorme saco mugriento. Algunos valientes han conseguido seguirle el tiempo suficiente para encontrar su casa a orillas del Sena, y dicen que la peste que sale de allí es insoportable. Creen que es sólo uno de esos pobres de mente que acumulan basura, ¿pero sabéis lo que creo yo? Yo creo que ese hombre es la causa de la desaparición de todos los niños de esta ciudad. Creo que se los lleva a su casa y los despieza como si fueran corderos en una matanza, y luego se decora su terrible morada con las pieles de sus cuerpecitos, y ¿sabéis lo que hace con lo demás? Con la grasa fabrica lociones que luego reparte a los boticarios para que las vendan a las señoras ricas, y con las vísceras prepara caldos que reparte a los pobres. Quizá a estas alturas todos hayamos comido carne de niño…”



“¿Sabéis, mi señora? Llevo varios días escuchando cómo crujen las armaduras del pasillo de mi alcoba. Quizá deberíais ordenar a Ludovico el Calvo que deje de hacer ruido. Oh, ¿no sabéis quién es Ludovico el Calvo? Era un príncipe que vivió en este castillo hace mucho, mucho tiempo. Se dice que era un muchacho muy apuesto, pero tenía el terrible defecto de ser extremadamente curioso. Le encantaba recorrer el castillo de arriba abajo, y se dice que nadie conocía sus secretos mejor que él. Aunque había una misteriosa portezuela en la habitación de la reina que le volvía loco, pues estaba sellada y su madre jamás le permitía abrirla. Decía que sobre ella pesaba una terrible maldición. Un día, sin embargo consiguió romper las bisagras oxidadas y la abrió. Nadie sabe qué es lo que vio, pero sí se sabe que la reina le descubrió y sólo pudo alcanzar a cerrar la puerta. Sin embargo, ella murió poco después, dicen que envejeció de pronto y murió gritando desgarradoramente. DeLudovico, que se le cayó todo el pelo y enloqueció. La puerta fue sellada de nuevo, esta vez construyendo un muro de piedra completo para taparla entera. Dicen que el fantasma de Ludovico todavía reside en el castillo, intentando convencer a cualquiera tan curioso como él de que encuentre y abra de nuevo esa portezuela, y desate los horrores que les volvió locos a él y a su madre. Por cierto, ¿ese muro de ahí no parece más nuevo que el resto?”


Sin embargo, parecía que para Judith, jugar con la muerte y el miedo que esta producía era más un entretenimiento que una preocupación real.
Pero todo cambió en el año 1160, cuando la reina Constanza de Castilla enfermó de sífilis. Judith, como dama de compañía, debía cuidarla en su convalecencia. Le hablaba de historias hermosas, alejadas de aquellas terribles y con desenlace funesto que estaba acostumbrada a contar. Le cantaba cuando podía, y supervisaba sus sangrados. Sin embargo, pese a sus cuidados, la reina no pudo sobrevivir al invierno y murió.

Aquello revivió los peores temores de la joven Judith. No quería acabar como ella. La había visto marchitarse y convertirse en el fantasma de lo que aquella reina majestuosa había sido. La había visto envuelta en su propia inmundicia, rodeada de moscas que trataban de posarse en sus piernas laceradas por la convalecencia y la había visto en su último aliento, incapaz de contener sus propios esfínteres, cubierta de sus propias secreciones, los ojos velados tras una capa azulada y cubiertos de legañas, completamente enloquecida… 

Presa del pánico más absoluto, Judith se refugió en lo que mejor conocía, el mundo de fantasía que había creado para ella y su señora. Tenía que encontrar alguna manera de mantenerse viva y joven. Tenía que encontrar alguna manera para continuar viva durante muchos años, y que la muerte no significara la pérdida más absoluta de su dignidad, sino un paso de Gracia hacia el Paraíso del que hablaban las Escrituras. Comenzó a hacer escapadas continuas a las ciudades, a los pueblos, en busca de leyendas. Porque como buena narradora, sabía que las mejores leyendas eran las que contenían un poco de verdad. Y si había algo de verdad en las leyendas de muertos que resucitaban para comer jóvenes doncellas, o esqueletos que danzaban en San Juan a la luz de las Hogueras, entonces quizá podría encontrar su elixir de la Eterna Juventud, su Fuente de la Inmortalidad.

Desapareció de la Corte para recorrer Francia en busca del origen de todas aquellas leyendas. Sin embargo, parecía que cuando por fin conseguía encontrar un rastro fiable, este se desvanecía como la nieve bajo el sol primaveral. El tiempo pasó inexorablemente, y durante dos años la muchacha no dejó de viajar y buscar. Llenó su mente de las más increíbles historias, pero ninguna de ellas la llevaban más allá de un par de leguas, de varias ciudades, hasta perder el rastro de nuevo. Sin embargo, todas parecían tener un ancestro común: Un hombre que llegaba de noche, al que parecían molestar hasta la luz de las velas, un hombre vestido ricamente, pero con hedor de ultratumba. Un hombre que parecía acosar a jóvenes doncellas y caballeros para yacer con ellos y abandonarlos exhaustos a la mañana siguiente. En algunas versiones los guisaba para cenar, en otras les robaba su esencia vital a través de las secreciones sexuales. En otras, simplemente, dejaba a esos muchachos y muchachas tan profundamente afligidos por su marcha que acababan cayendo presa de la más absoluta desesperación y se quitaban la vida o se metían al clero para siempre.

Todo esto y poco más fue lo que Judith pudo recopilar durante sus dos años de viaje, hasta que finalmente una nevada la sorprendió a la intemperie. Aunque pudo ponerse a salvo relativamente pronto, sus delicados pulmones no pudieron soportar el frío y contrajo una pulmonía. Agonizante y desesperada, regresó a la corte donde se había criado para morir como siempre había temido.
Sin embargo, en sus últimos días, el rey le dijo que había sido llamada por un noble que acababa de llegar a la región. Por lo visto era un pariente español de Constanza, y había escuchado hablar mucho de sus historias. Débil y casi incapaz de hablar, Judith trató de rechazar la invitación de aquel desconocido que tanto interés parecía mostrar en ella, pero el rey parecía no atender a razones.
-Irás –le ordenó- así que adecéntate.

Tuvo que ser llevaba en brazos de un criado que la condujo a un reducido salón iluminado tan sólo por la luz de dos ligeros candiles. El hombre que la aguardaba era delgado, no muy alto pero de proporciones atractivas, con los pómulos marcados y ojos grandes y expresivos. Iba ricamente vestido, todo en terciopelos y pieles, con una capa roja que caía sobre uno de sus hombros, y una palidez espectral que parecía relucir bajo la tenue luz de las velas de sebo. El criado sentó a la muchacha en una butaca preparada para ella, y el invitado se inclinó en una reverencia.
-Mi nombre es Hermenegildo, y vengo expresamente para escuchar una de vuestras historias.
-Mi señor –respondió Judith a duras penas. Se fijó en que había dos enormes ramos de flores frescas en sendas mesillas a cada lado de la butaca donde ella reposaba. El aroma embriagador de estas la mareaba- mi señor, no estoy en condiciones de…
-Por favor –el hombre se inclinó tímidamente ante la muchacha y le cogió una mano entre las suyas, apoyando la frente en ella. Estaba mortalmente frío, y Judith reprimió el impulso de apartarla. Con la cercanía de aquel hombre se dio cuenta de que aquel aroma pesado y dulzón provenía de él, pero había algo más fuerte que quería tapar con tanto perfume. Un aroma como a tierra, o a musgo.- Soy vuestro humilde servidor, he recorrido miles de leguas para venir a escuchar uno de vuestros famosos cuentos. Os lo ruego…

Judith parpadeó, mareada y aturdida por el olor de las flores, el perfume de Hermenegildo y su extraño olor corporal. Tosió sobre un pañuelo de algodón, que no tardó en impregnarse con su sangre, y, tras un titubeo, decidió que cuanto antes comenzara, antes terminaría y podría regresar a descansar a sus aposentos:


“Érase una vez un joven muchacho, un joven príncipe que vivía en unas tierras lejanas siempre bañadas por el sol y la luz de los campos de olivos. Aquel príncipe vivía feliz en un reino sin disputas, sin guerras. Sus hermanos eran gentiles con él, y sus vasallos le querían tanto que se lanzaban a besar sus pies siempre que él salía a dar un paseo a caballo. Sin embargo, conforme fue llegando a la edad adulta, se dio cuenta de que su padre, el Rey, estaba cambiando. Con la vejez se convirtió en un hombre malvado, taimado, que disfrutaba con el sufrimiento de los demás, con la desgracia ajena, con perversiones dignas del peor de los sátiros. Y aquel príncipe, preocupado porque la locura de su padre afectara a su familia, o a sus buenos vasallos, buscó consejo en todos los sabios de su tierra. Algunos le decían que recurrieran a la magia arcana, otros que cortara la raíz de una mandrágora y la ocultara bajo su cama, y otros, los más maliciosos, sugerían que le cortara la garganta mientras dormía y acabara con la raíz de todo mal. Sin embargo, el príncipe hacía oídos sordos a aquellos consejos inútiles y seguía buscando. Y buscó incansablemente hasta cruzar la frontera de su reino y caer rendido y sin fuerzas. Cuando despertó, lo hizo dentro de un monasterio. Estaba sorprendido, ya que en su reino jamás se había construido ninguno, pues nadie creía en aquel Dios que había resucitado tras ser crucificado.

Sin embargo, en aquel monasterio buscó el consejo de los hombres sabios que estudiaban allí, y en aquel Dios que cambiaba el agua en vino. Y pasó diez días con sus noches rezando, hasta que Dios le reveló la verdad: su padre había sido poseído por un demonio, y tenía que ser destruido por el bien de su pueblo. Sin embargo, cuando regresó a su reino y les contó esta historia a sus hermanos no le creyeron, e incluso le acusaron de herejía por haber cambiado sus creencias y rechazar la religión de su reino. Se alzaron en armas contra él, influenciados por el demonio de su padre, y trataron de hacerle cambiar de parecer, de que renunciara a su nueva fe a través de todo tipo de torturas y vejaciones.

Tantos años pasó encerrado en los más oscuros calabozos del reino que el olor de la podredumbre de sus heridas y el moho de las piedras se adhirió a su piel, y jamás, por mucho que se lavara, pudo deshacerse de él.
Finalmente, y cuando ya creía perdida toda esperanza, aquel Dios que, pensó, le había abandonado, apareció frente a su celda y le prometió la vida eterna, la mayor promesa que Dios puede hacer, le prometió que jamás conocería enfermedad o dolor, que podría vencer a sus enemigos con su fuerza sobrehumana. Le prometió que jamás volvería a padecer un sufrimiento semejante. Y todo en recompensa por no abandonar su fe, por haber sido el más fiel de sus mártires.



Y así, esa noche el príncipe desapareció de su mazmorra sin dejar rastro, y en todo el reino no volvió a saberse qué había sido de él."


Judith volvió a verse presa de un ataque de tos, y cuando pudo respirar, el hombre le tendió una copa de agua. Ella le miró al rostro al devolvérsela, y vio que estaba llorando. Dos surcos de lágrimas oscuras le recorrían el rostro.
-¿Qué pasó con él, mi señora? ¿Consiguió la bendición de Dios?
-Oh, no –respondió Judith- su rescatador no era sino el demonio que había poseído a su padre, que le engañó para que le entregara su alma a cambio de la vida eterna. Una vida llena de soledad y tristeza. Fue desdichado por siempre, repudiada su memoria por su familia y el pueblo que tanto le había amado. Desde entonces, el príncipe vaga por todo el mundo buscando distraer su mente de la culpa que le atormenta por haberse alzado en armas contra su propio padre, y por haberse vendido al mismo demonio del que pretendía salvarlo. Se lleva al lecho a jóvenes alegres con hermosas historias que contar, de finales felices o desenlaces funestos que consiguen apartar su memoria de las miserias de su vida.

Cuando la muchacha dejó de hablar, el hombre se dejó caer sobre la butaca que había frente a ella, y enterró la cara entre las manos. Judith se mantuvo en silencio, pero el principio de una sonrisa comenzaba a esbozarse a cada lado de su boca. Quiso reír del alivio, de la alegría. Después de tanto sufrimiento, del miedo, del dolor… por fin sus plegarias habían obtenido respuesta. Sin embargo, antes de poder decir una palabra, el caballero se irguió. Aún tenía aquellos regueros de sangre que le caían desde los ojos.
-Vos no queréis una inmortalidad como esta. –Murmuró.
-La quiero. La deseo –la muchacha extendió sus brazos raquíticos hacia él- la anhelo como nunca en mi vida he anhelado nada. Ved en qué me he convertido, miradme. Soy un despojo, una sombra de lo que fui. No quiero morir así, no quiero morir. Me aterra encontrarme con las puertas del Paraíso más de lo que me aterraría encontrarme con el mismo Belcebú.
-Pero… os enfrentaréis a la soledad, a la infelicidad…
-No me importa. Vos sois a quien he estado buscando ¿verdad? Sois el caballero de las historias, el que se alimenta del amor de los jóvenes. Sois a quien he estado llamando en sueños los últimos dos años.

Hermenegildo se levantó y dio algunos pasos vacilantes por la habitación.
-Soy yo –dijo- desde el principio he sabido que me buscabas. Te he estado observando. Te he vigilado desde siempre. He escuchado tus historias de labios de jóvenes criados que venían a mi lecho cada noche, he leído tus historias de manos de la misma reina, quien me escribía regularmente. Desde que me convirtieron en lo que soy he sido un proscrito, un solitario. Pero jamás me había encontrado tan acompañado, tan reconfortado, tan… vivo, como cuando escuchaba tus historias, querida Judith.

El hombre volvió a arrodillarse frente a ella, y cogió el extremo de su vestido para llevárselo a la boca y besarlo. Su espalda se contrajo en sonoros sollozos, y la muchacha dejó caer su pálida mano sobre el terciopelo de su traje.
-Cuando descubrí que te morías no supe qué hacer. Necesitaba conocerte, no sabía… no sabía si podría vivir sin tus historias. Pero tampoco sabía si podía convertirte en lo que soy.
-Si me conviertes en lo que eres, tendrás una historia mía cada noche hasta que bajen los arcángeles el día del Juicio Final. Te lo prometo.

Judith se inclinó hacia adelante y acarició delicadamente las mejillas del caballero que estaba arrodillado frente a ella. Le alzó la cabeza y suavemente, como quien acaricia el pétalo de una rosa, posó sus labios sobre los de él. Los del hombre estaban mortalmente fríos, y los de Judith sabían a sangre y muerte. Sin cesar de sollozar, Hermenegildo supo que no podría vivir sin ella, sin su Judith. Sin la muchacha de las historias. Sin la joven que le había devuelto a la vida los últimos diez años de su penitencia.

Desde que la convirtió en vampiro, Hermenegildo no ha sentido otra cosa que devoción por la bella Judith. Se la llevó rápidamente del castillo, hasta su refugio en las montañas que separan el reino Franco con el reino Español. Allí la sanó con su sangre hasta que recuperó su hermosura, y luego le concedió el Don de la Inmortalidad. Y desde entonces bebe los vientos por ella, es su más devoto admirador y amante, celoso de su intimidad y casi paternalista en su trato. Y aunque Judith sabía que se sintió profundamente afectado por aquel primer relato que le brindó, jamás supo cuántos hechos había acertado de la vida de su sire, y cuántos habían sido simplemente pura fantasía, fruto de su mente soñadora. Lo que sí sabía es que él se sentía reacio a hablar de su vida mortal, por lo que algo terrible tuvo que pasarle.

Judith, sin embargo, no ha encontrado en la vida eterna el consuelo y cobijo que necesitaba. Se siente más frágil que nunca, y la muerte ha supuesto el fin de sus historias macabras. Con el paso de los años, Hermenegildo ha ido viendo cómo la fuente de su felicidad se ha ido agotando hasta convertirse en un triste riachuelo de ideas que de cuando en cuando desemboca en una breve historia. Y es por eso que, con la promesa de recuperar a la Judith que le había consolado estando viva, busca cualquier manera de hacerla sentir bien, protegida, a gusto…

Y ella… quizá sólo necesite sentir la cercanía de la muerte para recuperar la inspiración que las musas le arrebataron al pasar por el Hades.