La palabra tabú

Judith cerró los ojos mientras sentía el movimiento del cepillo acariciando suavemente sus cabellos. Aún sentía sus tripas hervir de rabia, y en sus puños apretados retenía la fuerza de voluntad necesaria para no desvelarse ante su sire, su padre ficticio, su amante más fiel. Su corazón latía encolerizado, furiosa con él, y especialmente furiosa consigo misma. Por fin su maestro se había delatado. Después de todas aquellas palabras de amor y consuelo, después de todas las caricias y todas las promesas, Judith había descubierto que para su sire era tan sólo un instrumento, como lo había sido él para ella. Sintió vergüenza por sí misma, por haberse creído tan perspicaz, engañándole con todas aquellas mentiras camufladas con palabras de afecto y ternura, cuando él estaba jugando al mismo juego. Como si ambos estuviesen seguros de que era el otro quien estaba siendo engañado. Como si jugaran la misma partida de ajedrez, pero en dos tableros diferentes.

Tal era su indignación que las mejillas de la muchacha se tiñeron de rojo. Hermenegildo, deteniendo el recorrido del cepillo, apartó suavemente el largo cabello de la muchacha, recogiéndolo hasta dejarlo caer sobre el hombro de ésta, y la besó tiernamente en la nuca. Judith, como siempre, sintió escalofríos. 
A pesar de que, con el paso de los años, había llegado a tolerar el hedor que desprendía su maestro, jamás soportó aquellos besos desabridos y húmedos que le brindaba. Se resignó a recibirlos porque claudicar respecto a ello, respecto a sus encuentros carnales, significaba obtener una enorme cantidad de beneficios más tarde. Y es que a pesar de que Hermenegildo tenía tres chiquillos más, Judith era, de lejos, su favorita. Su muñeca. Su niña. La Judith de las historias interminables que le ayudaban a evadirse de su vida solitaria. 
-Mi flor –murmuró él, con la boca aún adherida a su piel. Sus alargados dedos le acariciaron detrás de una oreja, y Judith volvió a sentir que su piel se erizaba- no seguirás irritada, ¿no?

Como la joven no contestó, el vampiro se incorporó, de rodillas sobre la cama, y la empujó suavemente hasta tenerla boca arriba en el lecho, sus cabellos dorados y ensortijados esparcidos sobre las pieles que lo cubrían. Él la observó, casi con adoración, mientras se inclinaba sobre ella para besarla. Labios húmedos de nuevo. Judith cerró los ojos, esperando, como siempre, a que pasara. 

A veces incluso practicaba mentalmente algunos juegos, siendo uno de sus favoritos “Luis el bellaco”, uno de su invención. Consistía en atribuirle al pobre Luis una serie de crímenes, e imaginar cómo saldría ileso de todos ellos. La última vez, -recordó mientras sentía que Hermenegildo comenzaba a deshacer, con dedos ansiosos, los cordones de su vestido,- Luis planeaba robar una vaca, no una normal, sino la vaca de las ubres más grandes del mundo. A penas podía sostenerse sobre sus patas traseras, y para más dificultad, ésta estaba escondida en el granero del rey. Debía sacarla sin despertar al mozo de cuadras ni a los perros dormidos en la puerta. Y claro, si la movía demasiado, o le pisaba una de sus enormes tetillas, la vaca mugiría. Hermenegildo parecía haberse rendido con las lazadas de la prenda en cuestión y había decidido situarse directamente entre sus piernas, levantándole las faldas a la altura de la cintura. Ahora sentía sus labios fláccidos recorrerle el cuello hacia el escote, ligeramente abierto, mientras trataba de encontrar la forma de introducirse dentro de ella.

Finalmente el pobre Luis decidió que vaciaría las ubres de la vaca en siete estómagos de cabra que llevaba escondidos en el cinto, y cuando las mamas de la res fuesen de un tamaño corriente, montaría sobre ella y cabalgaría hacia la salida. Judith sintió un pinchazo en su interior y apretó los dientes. Lástima que una de las cantimploras de Luis se abriese durante el camino y desparramase su contenido sobre el patio. Una horda de gatos golosos acudió de inmediato, despertando así a los perros, y de esta manera a los guardias. Algo caliente regó el interior de la joven, mientras su sire jadeaba junto a su oreja. Parece que al pobre Luis, finalmente, lo van a colgar por sus crímenes.

Todas las luces del cielo se habían apagado. Era aquel momento de la noche cuando todo estaba más silencioso, cuando, si se escuchaba con la suficiente atención, el sonido de la nada absoluta llenaba de paz la bulliciosa superficie de la tierra. Eran esos momentos, esos pocos minutos de paz antes del amanecer, los preferidos de Judith. Desnuda ya sobre la cama, moviendo la espalda al compás de las caricias que le brindaban los atrevidos dedos de Hermenegildo, miraba de reojo por la ventana, cómo la mañana no tardaría en rayar el horizonte, sumiéndola en el sueño aterrador de la nada. 
-No estás enfadada ya, ¿verdad mi Flor? –susurró su sire, con la voz cansada y satisfecha.-Si me prometes que no te enfadas, te compraré aquellos hermosos brazaletes que vimos una vez ¿recuerdas? En aquel bazar. Unas hermosas joyas para la más bella de las criaturas.
-¿Me comprarás también aquel broche de oro con lapislázuli? –Preguntó ella, volviéndose hacia él y esbozando una sonrisa tímida. Teodioteodioteodioteodio.
-Pero palomita, qué manera de desangrarme –se quejó él exageradamente.
-Por favor, por favor. Sabes que el lapislázuli hace juego con mis ojos. Además, -añadió ella, decidida a conseguir aquello que creía merecer- sabré recompensártelo bien, papi.

Y con esa simple palabra de cuatro letras, Hermenegildo no pudo evitar que una sonrisa orgullosa asomara por la comisura de sus labios. Su muñeca. Su niña preciosa. La besó tiernamente en la frente, en los labios, en los pezones. Su niña, su mujer. Escucharla jadear era uno de los sonidos más hermosos sobre la tierra, quizá el segundo después de su tierna voz recitando una de sus historias. Excitado después de oírla pronunciar aquella palabra especial, volvió a montarla y descargarse dentro de ella, y antes de que el sol, definitivamente, rayara el horizonte, murmuró.
-Mi Flor, ¿por qué no me cuentas una de tus historias?

Judith, mirando por la ventana por última vez antes de cerrar sus postigos, suspiró.
-"En un oscuro castillo, en un reino alejado de todos los conocidos por el hombre, residía una bestia monstruosa cuyo único propósito era devorar a todo aquel desafortunado que se atreviera a pisar sus territorios en busca de riquezas. Y sucedió que un día, un muchacho joven, había salido a…"