Jamie

La noticia había sido tan devastadora como frustrante. El mismo Hoydt, que había sido testigo, apenas pudo reunir el valor o la cordura para reunir las palabras necesarias con las que describir lo que había sucedido dentro de aquella sala.
Se hicieron interminables las horas que requirió el equipo técnico para desbloquear las puertas herméticas que me habían aislado; una cuarentena consciente para no comprometer al resto del edificio y las personas que habitaban en él. Casi un día entero pasó desde que pudieron abrir la puerta hasta que descontaminaron mi cuerpo a base de manguerazos y lo trasladaron a una unidad médica especializada.

Durante ese tiempo, mis amigos no se mantuvieron ociosos, aunque poco podían hacer más que marcarse un recorrido de lado a lado de la sala donde trabajaba Bruce Banner, en un deambular obsesivo que, afortunadamente, no parecía alterar el trabajo del físico.
Por su parte, este, con ayuda de Ethan, consiguió trazar un mapa virtual de todo Nueva York; entre los dos consiguieron modificar el framework de todas las apps funcionales que localizaran radioactividad, contaminación y, por qué no, movimiento sobrenatural en la ciudad, con la intención de localizar lugares que hubiesen experimentado algún despunte de actividad radioactiva. También revisaron los registros de los contadores geiger de la facultad de física, aunque no pudieron extraer mucha información de unos parámetros tan controlados. En cualquier caso, de esta forma, y evitando los propios programas gubernamentales, cuyos servidores eran mucho más complejos y minuciosos, evitaba una respuesta masiva a su búsqueda, y podía ignorar la radiación común -como los microondas o los móviles de última generación-, de la radiación que nos había transportado a este mundo. Quizás hubiese sido más fácil si hubiesen extraído una muestra la ropa que llevábamos cuando atravesamos el portal, pero, cómo no, ninguno la llevábamos encima.
Bueno, culpo a la ridícula eficacia de Jarvis por ello.

Por mi parte, en mi mundo jamás había pisado un hospital más que para las típicas vacunas; pero aquí parecía que iba a ser clienta habitual. Por segunda vez, abría los ojos en una sala de hospital, y por segunda vez, estaba desconcertada y asustada. Sin embargo, en esta ocasión el dolor era tan abrumador que pensaba que me moría. Literalmente, sentí que me estaba muriendo. 

Desperté unas pocas veces, cuando el dolor era tan insoportable que traspasaba la barrera de la inconsciencia, se infiltraba en mis sueños y me hacía gritar y convulsionar sobre la camilla. El dolor era como un cuchillo de punta afilada recorriéndome las venas, y el trazado de los músculos. Como si la agonía hecha carne me diera un beso y respirara sufrimiento a través de mis pulmones.
Era como si cada célula de mi ser, cada tejido de mi cuerpo, se descompusiera para volver a montarse otra vez, sólo que al revés. Mi organismo era como un mueble del Ikea montado por un ciego.
Y de pronto, todo aquello cesó. El dolor, la sensación de estar siendo quemada en vida, la agonía. Todo aquello desapareció. Y por fin pude abrir los ojos.

Ya sabía que estaba en una sala de hospital, presumiblemente, una privada, pues no había ningún otro paciente agonizante a mi lado. La había visto en los pocos momentos en los que conseguía recuperar la consciencia, aunque la mayoría de veces pensaba que se trataba de una mala pesadilla. Todos esos camilleros reteniéndome contra la cama, las correas lacerándome la piel de las muñecas, el plástico en la boca para evitar tragarme la lengua, o mordérmela, o algo así…

Traté de mover las manos, pero tuve que lanzar un quejido al aire cuando la piel de mis brazos me recordó que todavía me encontraba inmovilizada. Dios, sabía que la gente utilizaba una fuerza sorprendente y desmesurada al convulsionar, pero ¿tanta? Si sólo soy una poquita cosa que apenas llega al metro sesenta…
-Tengo… -traté de hablar, pero me dolía terriblemente la garganta. Tenía los labios resecos, y cuando traté de humedecerlos pasando la lengua sobre ellos, me di cuenta de que esta parecía papel de lija- tengo sed…

La sala estaba vacía, las luces apagadas. Por un momento pensé que habría habido un apocalipsis zombie y se habían olvidado de mí en un hospital. Sí, pues que esperen. Prefiero morir de sed antes de salir a deambular por los pasillos hasta encontrar un "Don't dead, open inside".
Pero no, el gotero sujeto a mi brazo estaba completamente lleno, probablemente lo habían cambiado hacía poco. Sólo podía mover la cabeza de un lado a otro, así que me dediqué a estudiar mi entorno: una cama (en la que estoy), una mesita, un sillón feo cuya tapicería habría sido el último grito durante la Guerra Fría, y una puerta. Fin.
Cerré los ojos de nuevo.
-¡Tengo sed! -Grité, tratando de hacerme oír a través de las paredes. Mi garganta se cerró en protesta por el esfuerzo, y las correas de mis muñecas se tensaron cuando me incliné hacia adelante para toser. 
Al parecer, sin embargo, tuve suerte, pues la sombra de una persona se proyectó a través de la ventana de la puerta. Súbitamente, esta se abrió, y el enfermero que se asomó al interior de mi habitación se detuvo en seco antes de atravesar el umbral. Puso cara de sorpresa, horror, más sorpresa, y salió corriendo. 

… ¿Qué?

Traté de mirarme a mí misma, pero estaba completamente cubierta por una manta muy gorda. No entiendo nada, ¿qué me ha pasado? ¿Se me habrá quedado la cara desfigurada? ¡Enfermero hijo de puta! Eso... ¡eso no se hace, joder! ¡No puedes poner cara de haber visto a Thanos, y luego salir corriendo! Cojonudo, por si la situación no fuera ya para cagarse de miedo. 
No pasaron ni dos minutos cuando el enfermero regresó, acompañado por un auténtico séquito de médicos, enfermeros, camilleros y gente con pinta de hacer experimentos de dudosa moralidad.
-¿Qué está…? ¿Qué me ha pasado?

Afortunadamente, atiné a vislumbrar un rostro conocido entre la multitud. Henry Pym, que se abrió paso entre la marea de batas blancas para aproximarse a mí, ya colocándose un estetoscopio en las orejas.
-Jamie, ¿te acuerdas de mí? -Me preguntó con tono firme pero suave.

Asentí inmediatamente con la cabeza, mientras el médico me retiraba la manta lentamente del pecho, lo justo para dejar a la vista algo de piel. Sentía como si tuviera un montón de sanguijuelas pegadas al cuerpo, pero al bajar la vista, pude ver algunos cientos de cables saliendo por entre las sábanas. ¿Hola? ¿Qué mierdas es todo esto? El doctor me colocó el fonendo sobre la piel -joder, qué frío está- y frunció el ceño.
-¿Qué está…? -Repetí, pero él alzó una mano para interrumpirme, mientras continuaba escuchando.

Después de unos segundos, se retiró el fonendoscopio de las orejas, para sacar un termómetro del bolsillo de la bata.
-¿Recuerdas que te metiste por error en una sala de experimentación? -Me preguntó, mientras lo agitaba para bajarle el mercurio.

Asentí con la cabeza.
-Sí, pero… -traté de hacer algún gesto con la mano, pero las correas me impidieron moverme- ¿de verdad tengo que estar atada? Ya estoy consciente, podéis soltarme.

Henry me miró con expresión ceñuda, y después a los camilleros. Había un montón de médicos revisando los aparatos que registraban mis constantes vitales, y no se me pasó por alto que otros tantos me miraban con los ojos como platos, intercambiando la vista intermitentemente entre mi persona y el manojo de papeles que llevaban en las manos.

Quise preguntar qué diablos me pasaba, pero de pronto me dio auténtico pánico lo que pudieran contestar. Escuché cómo se disparaba el ritmo de mis constantes vitales, y traté de respirar hondo para calmarlas, pero los pitidos empezaron a sucederse con mayor frecuencia. 
-Jamie… -titubeó Henry Pym, observando el electrocardiógrafo.
-Suéltame, por favor -rogué, empezando a agobiarme de verdad. Estiré de las correas hacia arriba, simplemente para aumentar la vehemencia de mis palabras, pero, para mi sorpresa, estas crujieron.
La enfermera que estaba tratando de introducirme el termómetro bajo la axila, dio un paso atrás, asustada. En serio, ¿qué-está-pasando-aquí?

Volví a estirar de las correas, esta vez concentrando más fuerza en los brazos, y aunque sentí cómo se me clavaba el cuero en la piel, las costuras protestaron con más violencia, hasta que de pronto, con un sobresalto, se partieron por la mitad.
-Jamie, cálmate -repuso el científico, mirándome con expresión ceñuda.

Pero no estaba nerviosa. Bueno, sí que estaba nerviosa. El pitido de las máquinas lo atestiguaba. Estaba nerviosa, pero no estaba enfadada, ni me sentía peligrosa. Estaba… asustada, y confusa. Me miré los brazos. Ahora que había conseguido destaparlos, observé que estaban… diferentes. MUY diferentes. Donde antes sólo había dos bracitos enclenques y un poco… fláccidos, ahora…
Con las manos temblando, me arranqué las sábanas de encima, mientras me incorporaba. La habitación me dio vueltas al moverme tan deprisa, pero traté de ignorar la sensación palpitante de las sienes presionando el interior de mi cráneo, mientras trataba de ponerme en pie. Pym alargó las manos para tratar de sujetarme, quizá por si me desplomaba, mareada, o quizá para detenerme. No lo sé. Lo que sí sé es que de pronto me dio la sensación de que tanto la habitación como todos los que la llenaban, habían encogido. Tenía casi la misma altura que el hombre hormiga, al que le miraba prácticamente de igual a igual. Cuando tan sólo hacía unas horas tendría que haberme puesto de puntillas para besarle en la mejilla.
-No entiendo… -a punto de echarme a llorar, y completamente mareada, me dejé caer de nuevo sobre la camilla, hasta acabar sentada en ella. Ni siquiera me colgaban los pies por el borde, sino que los podía apoyar cómodamente sobre el frío suelo.

Mis piernas, antes cortas y rellenitas, salían de la bata de laboratorio completamente torneadas e incluso musculosas. Cerré los ojos, incapaz de seguir viéndolas. Este no es mi cuerpo. No puede serlo.
-Irrumpiste en una sala de investigación… Estaban tratando de reproducir por radiación un tipo de suero que… bueno, potencia las habilidades físicas de los seres vivos -me mordí el labio. Estaba hablando del suero del supersoldado. No puede ser. No. Puede. Ser.- Un poco como los experimentos de rayos Gamma de Bruce Banner -Pym me miró, esperando un asentimiento por mi parte que le animara a seguir, pero simplemente me quedé callada y quieta, mirándome las manos en el regazo- parece ser que te ha… te ha afectado de la forma en la que los científicos querían que te afectara. El resultado es sorprendente, e increíble. Pero no tenemos ni idea de los posibles efectos secundarios. Tendremos que hacerte algunas pruebas.

La vista de mis manos se emborronó, mientras los ojos se me llenaban de lágrimas.
-¿Dónde está Mark? -Pregunté, sintiéndome desamparada, sola, y como una especie de conejillo de indias involuntario.

Al parecer, Hank parecía contento de poder darme una buena noticia al fin, pues soltó un suspiro y sonrió.
-Le llamaré en seguida. Volvieron hace un par de días.

Acompañé el suspiro de Pym, aliviada.

Espera.

Espera.


¿Cómo que “volvieron”?



¿Qué?